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Platón – Fedón o de la inmortalidad del alma (página 2)



Partes: 1, 2, 3

—¿Y no se origina lo uno de lo otro, puesto que son contrarios? ¿y no son dos las generaciones que hay entre ambos, puesto que son dos?

—Imposible es negarlo.

—Pues bien —prosiguió Sócrates—, yo te voy a hablar a ti de una de esas parejas a las que me refería hace un momento, de ella y de sus generaciones, y tú me vas a hablar a mí de la otra. Se trata del dormir y del estar despierto, y digo que del dormir se origina el estar despierto y del estar despierto el dormir, siendo las generaciones de ambos una el dormirse y la otra el despertarse. ¿Te basta con lo dicho, o no?

—Desde luego que sí.

—Responde tú ahora de igual manera —añadió—, a propósito de la vida y de la muerte. ¿No afirmas que el estar muerto es lo contrario del vivir?

—Sí.

—¿Y que se origina lo uno de lo otro?

—Sí.

—Entonces, ¿qué es lo que se produce de lo que vive?

—Lo que está muerto —respondió.

—¿Y qué se produce —replicó Sócrates— de lo que está muerto?

—Lo que vive, necesario es reconocerlo.

—¿Proceden, entonces, de lo que está muerto, tanto las cosas que tienen vida, como los seres vivientes?

—Es evidente —respondió.

—Luego nuestras almas existen en el Hades.

—Tal parece.

—Y de las dos generaciones que aquí intervienen, ¿no es obvia la una?; pues el morir es cosa evidente sin duda. ¿No es verdad?

—Por completo.

—¿Qué haremos entonces? ¿No vamos a admitir en compensación la generación contraria, sino que ha de quedar coja en este aspecto la naturaleza? ¿No es necesario más bien conceder al morir una generación contraria?

—De todo punto.

—¿Cuál es esa?

—El revivir.

—Y si existe el revivir, ¿no será eso de revivir una generación que va de los muertos a los vivos?

—Sin duda.

—Luego convenimos aquí también que los vivos proceden de los muertos no menos que los muertos de los vivos, y, siendo esto así, parece que hay indicio suficiente de que es necesario que las almas de los muertos existan en alguna parte, de donde vuelvan a la vida.

—Me parece, Sócrates —respondió—, que, según lo convenido, es necesario que así sea.

—Pues bien, Cebes —dijo Sócrates—, que lo hemos convenido con razón puedes verlo, a mi entender, de esta manera. Si no hubiera una correspondencia constante en el nacimiento de unas cosas con el de otras como si se movieran en círculo, sino que la generación fuera en linea recta, tan sólo de uno de los dos términos a su contrario, sin que de nuevo doblara la meta en dirección al otro, ni recorriera el camino en sentido inverso, ¿no te das cuenta de que todas las cosas acabarían por tener la misma forma, experimentar el mismo cambio, y cesarían de producirse?

—¿Qué quieres decir? —preguntó.

—No es difícil comprender lo que digo —contestó Sócrates—. Por ejemplo: si existiera el dormirse, pero no se produjera en correspondencia el despertarse a partir de lo que está dormido, te das cuenta de que todas las cosas terminarían por mostrar que lo que le ocurrió a Endimión; es una bagatela; y no se le distinguiría a aquél en ninguna parte, por encontrarse todas las demás cosas en su mismo estado, en el de estar durmiendo. Y si todas las cosas se unieran y no se separaran, al punto ocurriría lo que dijo Anaxágoras: "Todas las cosas en el mismo lugar".Y de la misma manera, oh querido Cebes, si muriera todo cuanto participa de la vida, y, después de morir, permaneciera lo que está muerto en dicha forma sin volver de nuevo a la vida, ¿no sería de gran necesidad que todo acabara por morir y nada viviera? Pues aun en el caso de que lo que vive naciera de las demás cosas que tienen vida, si lo que vive muere, ¿qué medio habría de impedir que todo se consumiera en la muerte?

—Ninguno en absoluto, Sócrates —dijo Cebes—. Me parece enteramente que dices la verdad.

—En efecto, Cebes, nada hay a mi entender más cierto; y nosotros, al reconocerlo así no nos engañamos, sino que tan realidad es el revivir como el que los vivos proceden de los muertos, y el que las almas de éstos existen [ y a las que son buenas les va mejor; y a las que son malas peor]

—Y además —repuso Cebes interrumpiéndole—, según ese argumento, Sócrates, que tú sueles con tanta frecuencia repetir, de que el aprender no es sino el recordar, resulta también, si dicho argumento no es falso, que es necesario que nosotros hayamos aprendido en un tiempo anterior lo que ahora recordamos. Mas esto es imposible, a no ser que existiera nuestra alma en alguna parte antes de llegar a estar en esta figura humana. De suerte que también según esto parece que el alma es algo inmortal.

—Pero, oh Cebes replicó Simmias, tomando la palabra—, ¿cuáles son las pruebas de esto? Recuérdamelas, pues en este momento no las conservo bien en la memoria.

—Se basan —contestó Cebes— en un único y excelente argumento; al ser interrogados los hombres, si se les hace la pregunta bien, responden de por sí todo tal y como es; y ciertamente no serían capaces de hacerlo si el conocimiento y el concepto exacto de las cosas no estuviera ya en ellos. Así, pues, si se les enfrenta con figuras geométricas o con otra cosa similar, se delata de manera evidentísima que así ocurre.

—Mas si con este argumento, Simmias —medió Sócrates—, no te convences, mira a ver si, considerando la cuestión de este otro modo, te sumas a nuestra opinión. Lo que pones en duda es el cómo lo que se llama instrucción puede ser un recuerdo.

—No es que yo lo ponga en duda —replicó Simmias—, lo que yo pido es experimentar en mí eso de que se está hablando, es decir que se me haga recordar. Pero con lo que comenzó a decir Cebes, sobre poco más o menos, recuerdo ya todo y estoy casi convencido. Sin embargo, no por eso dejaré ahora de escuchar con menor gusto cómo planteas tú la cuestión.

—De este modo —respondió Sócrates—. Estamos, sin duda, de acuerdo en que si alguien recuerda algo tiene que haberlo sabido antes.

—En efecto —dijo Simmias.

—¿Y no reconocemos también que cuando un conocimiento se presenta de la siguiente manera es un recuerdo? ¿Cuál es esa manera que digo? Esta. Cuando al ver u oír algo, o al tener cualquier otra percepción, no sólo se conoce la cosa de que se trata, sino también se piensa en otra sobre la que no versa dicho conocimiento sino otro ¿no decimos con razón que se recordó aquello cuya idea vino a la mente?

—¿Cómo dices?

—Por ejemplo, lo siguiente: el conocimiento de un hombre y el de una lira son dos cosas distintas.

—¡Cómo no!

—¿Y no sabes que a los enamorados, cuando ven una lira, o un manto, o cualquier otro objeto que suele usar su amado, les ocurre lo que se ha dicho? Reconocen la lira y al punto tienen en el pensamiento la imagen del muchacho a quien pertenecía. Esto es lo que es un recuerdo. De la misma manera que, cuando se ve a Simmias, muchas veces se acuerda uno de Cebes, y se podrían citar otros mil casos similares.

—Sí, por Zeus, otros mil —replicó Simmias.

—¿Y lo que entra en este tipo de cosas no es un recuerdo? ¿Y no lo es, sobre todo, cuando le ocurre a uno esto con lo que se tenía olvidado por el tiempo, o por no poner en ello atención?

—Exacto —respondió.

—¿Y qué? —continuó Sócrates—. ¿Es posible, cuando se ve un caballo dibujado o el dibujo de una lira, acordarse de un hombre, y recordar a Cebes, al ver un retrato de Simmias?

—Sí.

—¿Y no lo es también el acordarse de Simmias cuando ve uno su retrato?

—En efecto, es posible —respondió.

—¿Y no sucede en todos estos casos que el recuerdo se produce a partir de cosas semejantes, o cosas diferentes?

—Si, sucede.

—Pero, al menos en el caso de recordar algo a partir de cosas semejantes, ¿no es necesario el que se nos venga además la idea de si a aquello le falta algo o no en su semejanza con lo que se ha recordado?

—Si, es necesario — contestó.

—Considera ahora —prosiguió Sócrates— si lo que ocurre es esto. Afirmamos que de algún modo existe lo igual, pero no me refiero a un leño que sea igual a otro leño, ni a una piedra que sea igual a otra, ni a ninguna igualdad de este tipo, sino a algo que, comparado con todo esto, es otra cosa: lo igual en sí. ¿Debemos decir que es algo, o que no es nada?

—Digamos que es algo ¡por Zeus! —replicó Simmias— y — con una maravillosa convicción.

—¿Sabemos acaso lo que es en sí mismo?

—Sí —respondió.

—¿De dónde hemos adquirido el conocimiento de ello? ¿Será tal vez de las cosas de que hace un momento hablábamos? ¿Acaso al ver leños, piedras u otras cosas iguales, cualesquiera que sean, pensamos por ellas en lo igual en el sentido mencionado, que es algo diferente de ellas? ¿O no se te muestra a ti como algo diferente? Considéralo también así: ¿No es cierto que piedras y leños que son iguales, aun siendo los mismos, parecen en ocasiones iguales a unos y a otros no?

—En efecto.

—¿Y qué? ¿Las cosas que son en realidad iguales se muestran a veces ante ti como desiguales, y la igualdad como desigualdad?

—Nunca, Sócrates.

—Luego no son lo mismo—replicó— las cosas esas iguales que lo igual en sí.

—No me lo parecen en modo alguno, Sócrates.

—Pero, no obstante, ¿no son esas cosas iguales, a pesar de diferir de lo igual en sí, las que te lo hicieron concebir y adquirir su conocimiento?

—Es enteramente cierto lo que dices.

—Y esto ¿no ocurre, bien porque es semejante a ellas, bien porque es diferente?

—Exacto.

—En efecto — dijo Sócrates — no hay en ello ninguna diferencia. Si al ver un objeto piensas a raíz de verlo en otro, bien sea semejante o diferente, es necesario que este proceso haya sido un recuerdo.

—Sin duda alguna.

—¿Y qué? —continuó—, ¿no nos ocurre algo similar en el caso de los leños y de esas cosas iguales que hace un momento mencionábamos? ¿Acaso se nos presentan iguales de la misma manera que lo que es igual en sí? ¿Les falta algo para ser tal y como es lo igual, o no les falta nada?

—Les falta, y mucho —respondió.

—Ahora bien, cuando se ve algo y se piensa: esto que estoy viendo yo ahora quiere ser tal y como es cualquier otro ser, pero le falta algo y no puede ser tal y como es dicho ser, sino que es inferior, ¿no reconocemos que es necesario que quien haya tenido este pensamiento se encontrara previamente con el conocimiento de aquello a que dice que esto otro se asemeja, pero que le falta algo para una similitud completa?

—Necesario es reconocerlo.

—¿Qué respondes entonces? ¿Nos ocurre o no lo mismo con respecto a las cosas iguales y a lo igual en si?

—Lo mismo enteramente.

—Luego es necesario que nosotros hayamos conocido previamente lo igual, con anterioridad al momento en que, al ver por primera vez las cosas iguales, pensamos que todas ellas tienden a ser como es lo igual, pero les falta algo para serlo.

—Así es.

—Pero también convenimos que ni lo hemos pensado, ni es posible pensarlo por causa alguna que no sea el ver, el tocar o cualquier otra percepción; que lo mismo digo de todas ellas.

—En efecto, Sócrates, pues su caso es el mismo, al menos respecto de lo que pretende demostrar el razonamiento.

—Pues bien, a juzgar por las percepciones, se debe pensar que todas las cosas iguales que ellas nos presentan aspiran a lo que es igual, pero son diferentes a esto. ¿Es así como lo decimos?

—Es así.

—Luego, antes de que nosotros empezáramos a ver, a oír y a tener las demás percepciones, fue preciso que hubiéramos adquirido ya de algún modo el conocimiento de lo que es lo igual en sí, si es que a esto íbamos a referir las igualdades que nos muestran las percepciones en las cosas, y pensar, al referirlas, que todas ellas se esfuerzan por ser de la misma índole que aquello,  pero son, sin embargo, inferiores.

—Necesario es, Sócrates, según lo dicho anteriormente.

—Y al instante de nacer, ¿no veíamos ya y oíamos y teníamos las restantes percepciones?

—Efectivamente.

—¿No fue preciso, decimos, tener ya adquirido con anterioridad a estas percepciones el conocimiento de lo igual?

—Sí.

—En ese caso, según parece, por necesidad lo teníamos adquirido antes de nacer.

—Eso parece.

—Pues bien, si lo adquirimos antes de nacer y nacimos con él, ¿no sabíamos ya antes de nacer e inmediatamente después de nacer, no sólo lo que es igual en si, sino también lo mayor, lo menor y todas las demás cosas de este tipo? Pues nuestro razonamiento no versa más sobre lo igual en sí, que sobre lo bello en sí, lo bueno en sí, lo justo, lo santo, o sobre todas aquellas cosas que, como digo, sellamos con el rótulo de lo que es en sí, tanto en las preguntas que planteamos como en las respuestas que damos, de suerte que es necesario que  hayamos adquirido antes de nacer los conocimientos de todas estas cosas.

—Así es.

—Y si, tras haberlos adquirido, no los olvidáramos cada vez, siempre naceríamos con ese saber y siempre lo conservaríamos a lo largo de la vida. Pues, en efecto, el saber estriba en adquirir el conocimiento de algo y en conservarlo sin perderlo. Y por el contrario, Simmias, ¿no llamamos olvido a la pérdida de un conocimiento?

—Sin duda alguna, Sócrates —respondió.

—Pero si, como creo, tras haberlo adquirido antes de nacer, lo perdimos en el momento de nacer, y después gracias a usar en ello de nuestros sentidos, recuperamos los conocimientos que tuvimos antaño, ¿no será lo que llamamos aprender el recuperar un conocimiento que era nuestro? ¿Y si a este proceso le denominamos recordar, no le daríamos el nombre exacto?

—Completamente.

—Al menos, en efecto, se ha mostrado que es posible, cuando se percibe algo, se ve, se oye o se experimenta otra sensación cualquiera, el pensar, gracias a la cosa percibida, en otra que se tenía olvidada, y a la que aquélla se aproximaba bien por su diferencia o bien por su semejanza. Así que, como digo, una de dos, o nacemos con el conocimiento de aquellas cosas y lo mantenemos todos a lo largo de nuestra vida o los que decimos que aprenden después no hacen más que recordar, y el aprender en tal caso es recuerdo.

—Así es efectivamente, Sócrates.

—Entonces, Simmias, ¿cuál de las dos cosas escoges?  ¿Nacemos nosotros en posesión del conocimiento o recordamos posteriormente aquello cuyo conocimiento habíamos adquirido con anterioridad?

—No puedo, Sócrates, en este momento escoger.

—¿Y qué? ¿Puedes tomar partido en esto otro y decir cuál es tu opinión sobre ello? Un hombre en posesión de un conocimiento, ¿podría dar razón de lo que conoce, o no?

—Eso es de estricta necesidad, Sócrates —respondió.

—¿Y te parece también que todos pueden dar razón de esas cosas de las que hablábamos hace un momento?

—Tal sería mi deseo, ciertamente —replicó Simmias—, pero, por el contrario, mucho me temo que mañana a estas horas ya no haya ningún hombre capaz de hacerlo dignamente.

—Luego ¿es que no crees, Simmias —preguntó Sócrates—, que todos tengan un conocimiento de ellas?

—En absoluto.

—¿Recuerdan, entonces, lo que en su día aprendieron?

—Necesariamente.

—¿Cuándo adquirieron nuestras almas el conocimiento de estas cosas? Pues evidentemente no ha sido después de haber tomado nosotros forma humana.

—No, sin duda alguna.

—Luego fue anteriormente.

—Sí.

—En tal caso, Simmias, existen también las almas antes de estar en forma humana, separadas de los cuerpos, y tenían inteligencia.

—A no ser, Sócrates, que adquiramos esos conocimientos al nacer, pues aún queda ese momento.

—Sea, compañero. Pero, entonces,  ¿en qué otro tiempo los perdemos? Pues nacemos sin ellos, como acabamos de convenir ¿o es que los perdemos en el instante en que los adquirimos? ¿Puedes acaso indicar otro momento?

—En absoluto, Sócrates, no me di cuenta que dije una tontería.

—¿Y es que la cuestión, Simmias. se nos presenta así? —continuó Sócrates—. Si, como repetimos una y otra vez, existe lo bello, lo bueno y todo lo que es una realidad semejante, y a ella referimos todo lo que procede de las sensaciones, porque encontramos en ella algo que existía anteriormente y nos pertenecía, es necesario que, de la misma manera que dichas realidades existen, exista también nuestra alma, incluso antes de que nosotros naciéramos. Pero si éstas no existen, ¿no se habría dicho en vano este razonamiento? ¿No se presenta así la cuestión? ¿No hay una igual necesidad de que existan estas realidades y nuestras almas antes, incluso, de que nosotros naciéramos, y de que si no existen aquéllas tampoco existan éstas?

—Es extraordinaria, Sócrates, la impresión que tengo —dijo Simmias— de que hay la misma necesidad. Y el razonamiento arriba a buen puerto, a saber, que nuestras almas existen antes de nacer nosotros del mismo modo que la realidad de la que acabas de hablar. Pues nada tengo por tan evidente como el que lo bello, lo bueno y todas las demás cosas de esta índole de que hace un momento hablabas tienen existencia en grado sumo; y en mi opinión, al menos, la demostración queda hecha de un modo satisfactorio.

—¿Y en la de Cebes, qué? —replicó Sócrates—, pues es preciso convencer también a Cebes.

—Lo mismo —dijo Simmias—, según creo. Y eso que es el hombre más reacio a dejarse convencer por los razonamientos. Sin embargo, creo que ha quedado plenamente convencido de que antes de nacer nosotros existía nuestra alma. Con todo, la cuestión de si, una vez que hayamos muerto, continuará existiendo, tampoco me parece a mí, Sócrates — agregó — que se haya demostrado. Antes bien, estimo que aún sigue en pie la objeción que hizo Cebes hace un rato, el temor del vulgo de que, al morir el hombre, se disuelva el alma y sea para ella este momento el fin de su existencia. Pues ¿qué es lo que impide que nazca, se constituya y exista en cualquier otra parte, incluso antes de llegar al cuerpo humano, pero en el momento en que haya llegado a éste y se haya separado de él termine también su existencia y encuentre su destrucción?

—Dices bien, Simmias —repuso Cebes—. Es evidente que se ha demostrado algo así como la mitad de lo que es menester demostrar: que antes de nacer nosotros existía nuestra alma, pero es preciso añadir la demostración de que, una vez que hayamos muerto, existirá exactamente igual que antes de nuestro nacimiento, si es que la demostración ha de quedar completa.

—La demostración, ¡oh Simmias y Cebes! —dijo Sócrates—, queda hecha ya en este momento, si queréis combinar en uno solo este argumento con el que, con anterioridad a éste, admitimos aquel de que todo lo que tiene vida nace de lo que está muerto. En efecto, si el alma existe previamente, y es necesario que, cuando llegue a la vida y nazca, no nazca de otra cosa que de la muerte y del estado de muerte, ¿cómo no va a ser también necesario que exista, una vez que muera, puesto que tiene que nacer de nuevo? Queda demostrado, pues, lo que decís desde este momento incluso. No obstante, me parece que, tanto tú como Simmias, discutiríais con gusto esta cuestión con mayor detenimiento, y que teméis, como los niños, que sea verdad que el viento disipe el alma y la disuelva con su  soplo mientras está saliendo del cuerpo, en especial cuando se muere no en un momento de calma, sino en un gran vendaval.

Cebes, entonces, le dijo sonriendo:

—Como si tuviéramos ese temor, intenta convencernos, oh Sócrates. O mejor dicho, no como si fuéramos nosotros quienes lo tienen, pues tal vez haya en nuestro interior un niño que sea quien sienta tales miedos. Intenta, pues, disuadirle de temer a la muerte como al coco.

—Pues bien —replicó Sócrates—, preciso es aplicarte ensalmos cada día, hasta que le hayáis curado por completo.

—Y ¿de dónde sacaremos —respondió Cebes— un buen conjurador de tales males, puesto que nos abandonas?

—Grande es la Hélade, Cebes —repuso Sócrates—, en la que tiene que haber en alguna parte hombres de valía, y muchos son también los pueblos bárbaros que debéis escudriñar en su totalidad en búsqueda de un tal conjurador, sin ahorrar ni dineros ni trabajos, ya que no hay nada en lo que más oportunamente podríais gastar vuestros haberes. Y debéis también buscarlo entre vosotros mismos, pues tal vez no podríais encontrar con facilidad a quienes pudieran hacer esto mejor que vosotros.

—Así se hará, ciertamente —dijo Cebes—. Pero volvamos al punto en que hemos quedado, si te place.

—Desde luego que me place, ¿cómo no iba a placerme?

—Dices bien —repuso Cebes.

—¿Y lo que debemos preguntarnos a nosotros mismos —dijo Sócrates—, no es algo así como esto: a qué clase de ser le corresponde el ser pasible de disolverse y con respecto a qué clase de seres debe temerse que ocurra este percance y con respecto a qué otra clase no? Y a continuación, ¿no debemos considerar a cuál de estas dos especies de seres pertenece el alma y mostrarnos, según lo que resulte de ello, confiados o temerosos con respecto a la nuestra?

—Es verdad lo que dices —asintió Cebes.

—¿Y no es lo compuesto y lo que por naturaleza es complejo aquello a lo que corresponde el sufrir este percance, es decir, el descomponerse tal y como fue compuesto? Más si por ventura hay algo simple, ¿no es a eso solo, más que a otra cosa, a lo que corresponde el no padecerlo?

—Me parece que es así —respondió Cebes.

—¿Y no es sumamente probable que lo que siempre se encuentra en el mismo estado y de igual manera sea lo simple, y lo que cada vez se presenta de una manera distinta y jamás se encuentra en el mismo estado sea lo compuesto?

—Tal es, al menos, mi opinión.

—Pasemos, pues —prosiguió—, a lo tratado en el argumento anterior. La realidad en sí, de cuyo ser demos razón en nuestras preguntas y respuestas, ¿se presenta siempre del mismo modo y en idéntico estado, o cada vez de manera distinta? Lo igual en sí, lo bello en sí, cada una de las realidades en sí, se admite en ellas un cambio cualquiera? ¿O constantemente cada una de esas realidades que tienen en si y con respecto a si misma una única forma, siempre se presenta en idéntico modo y en idéntico estado, y nunca, en ningún momento y de ningún modo, admite cambio alguno?

—Necesario es, Sócrates —respondió Cebes—, que se presente en idéntico modo y en idéntico estado.

—¿Y qué ocurre con la multiplicidad de las cosas bellas, como, por ejemplo, hombres, caballos, mantos o demás cosas, cualesquiera que sean, que tienen esa cualidad, o que son iguales o con todas aquellas, en suma, que reciben el mismo nombre que esas realidades?; ¿Acaso se presentan en idéntico estado, o todo lo contrario que aquéllas, no se presentan nunca, bajo ningún respecto, por decirlo así, en idéntico estado, ni consigo mismas, ni entre si?

—Así ocurre con estas cosas —respondió Cebes—; jamás se presentan del mismo modo.

—Y a estas últimas cosas, ¿no se las puede tocar y ver y percibir con los demás sentidos, mientras que a las que siempre se encuentran en el mismo estado es imposible aprehenderlas con otro órgano que no sea la reflexión de la inteligencia, puesto que son invisibles y no se las puede percibir con la vista?

—Completamente cierto es lo que dices —respondió Cebes.

—¿Quieres que admitamos —prosiguió Sócrates— dos especies de realidades, una visible y la otra invisible?

—Admitámoslo.

—¿Y que la invisible siempre se encuentra en el mismo estado, mientras que la visible nunca lo está?

—Admitamos también esto —respondió Cebes.

—Sigamos, pues —prosiguió—, ¿hay una parte en nosotros que es el cuerpo y otra que es el alma?

—Imposible sostener otra cosa.

—¿Y a cuál de esas dos especies diríamos que es más similar y más afín el cuerpo?

—Claro es para todos que a la visible —respondió.

—¿Qué, y el alma?  ¿Es algo visible o invisible?

—Los hombres, al menos, Sócrates, no la pueden ver.

—Pero nosotros hablábamos de lo que es visible y de lo que no lo es para la naturaleza del hombre, ¿o con respecto a qué otra naturaleza crees que hablamos?

—Con respecto a la de los hombres.

—¿Que decimos, pues, del alma? ¿Es algo que se puede ver o que no se puede ver?

—Que no se puede ver.

—¿Invisible, entonces?

—Si.

—Luego el alma es más semejante que el cuerpo a lo invisible, y éste, a su vez, más semejante que aquélla a lo visible.

—De toda necesidad, Sócrates.

—¿Y no decíamos también hace un momento que el alma, cuando usa del cuerpo para considerar algo, bien sea mediante la vista, el oído o algún otro sentido — pues es valerse del cuerpo como instrumento el considerar algo mediante un sentido — es arrastrada por el cuerpo a lo que nunca se presenta en el mismo estado y se extravía, se embrolla y se marea como si estuviera ebria, por haber entrado en contacto con cosas de esta índole?

—En efecto.

—¿Y no agregábamos que, por el contrario, cuando reflexiona a solas consigo misma allá se va, a lo que es puro, existe siempre, es inmortal y siempre se presenta del mismo modo? ¿Y que, como si fuera por afinidad, reúnese con ello siempre que queda a solas consigo misma y le es posible, y cesa su extravío y  siempre queda igual y en el mismo estado con relación a esas realidades, puesto que ha entrado en contacto con objetos que, asimismo, son idénticos e inmutables? ¿Y que esta experiencia del alma se llama pensamiento?

—Enteramente está bien y de acuerdo con la verdad lo que dices, oh Sócrates —repuso.

—Así, pues, ¿a cuál de esas dos especies, según lo dicho anteriormente y lo dicho ahora, te parece que es el alma más semejante y más afín?

—Mi parecer, Sócrates —respondió Cebes—, es que todos, incluso los más torpes para aprender, reconocerían, de acuerdo con este método, que el alma es por entero y en todo más semejante a lo que siempre se presenta de la misma manera que a lo que no.

—¿Y el cuerpo, qué?

—Se asemeja más a la otra especie.

—Considera ahora la cuestión, teniendo en cuenta el que, una vez que se juntan alma y cuerpo en un solo ser, la naturaleza prescribe a éste el servir y el ser mandado, y a aquélla, en cambio, el mandar y el ser su dueña. Según esto también ¿cuál de estas dos atribuciones te parece más semejante a lo divino y cuál a lo mortal? ¿No estimas que lo divino es apto por naturaleza para mandar y dirigir y lo mortal para ser mandado y servir?

—Tal es, al menos, mi parecer.

—Pues bien, ¿a cuál de los dos semeja el alma?

—Evidente es, Sócrates, que el alma semeja a lo divino y el cuerpo a lo mortal.

—Considera ahora, Cebes —prosiguió—, si de todo lo dicho nos resulta que es a lo divino, inmortal, inteligible, uniforme, indisoluble y que siempre se presenta en identidad consigo mismo y de igual manera, a lo que más se asemeja el alma, y si, por el contrario, es a lo humano, mortal, multiforme, ininteligible, disoluble y que nunca se presenta en identidad consigo mismo, a lo que, a su vez, se asemeja más el cuerpo. ¿Podemos decir contra esto otra cosa para demostrar que no es así?

—No podemos.

—¿Y entonces, qué? Estando así las cosas ¿no le corresponde al cuerpo el disolverse prontamente, y al alma, por el contrario, el ser completamente indisoluble o el aproximarse a ese estado?

—¡Cómo no!

—Pues bien, tú observas —dijo— que, cuando muere un hombre, su parte visible y que yace en lugar visible, es decir, su cuerpo, que denominamos cadáver, y al que corresponde el disolverse, deshacerse y disiparse, no sufre inmediatamente ninguno de estos cambios, sino que se conserva durante un tiempo bastante largo, y si el finado tiene el cuerpo en buen estado y muere en una buena estación del año, se mantiene incluso mucho tiempo. Y si el cuerpo se pone enjuto y es embalsamado, como las momias de Egipto, consérvase entero, por decirlo así, un tiempo indefinido. Además hay algunas partes del cuerpo, los huesos, los tendones y todo lo que es similar, que aunque aquí se pudra son, valga la palabra, inmortales. ¿No es verdad?

—Sí.

—Y el alma, entonces, la parte invisible, que se va a otro lugar de su misma índole, noble, puro e invisible, al Hades en el verdadero sentido de la palabra a reunirse con un dios bueno y sabio, a un lugar al que,  si la divinidad quiere, también habrá de encaminarse al punto mi alma; ese alma, repito, cuya índole es tal como hemos dicho, y que así es por naturaleza, ¿queda disipada y destruida, acto seguido de separarse del cuerpo, como afirma el vulgo? Ni por lo más remoto, oh amigos Cebes y Simmias, sino que, muy al contrario, lo que sucede es esto. Si se separa del cuerpo en estado de pureza, no arrastra consigo nada de él, dado el que, por su voluntad, no ha tenido ningún comercio con él a lo largo de la vida, sino que lo ha rehuido, y ha conseguido concentrarse en sí misma, por haberse ejercitado constantemente en ello. Y esto no es otra cosa que filosofar en el recto sentido de la palabra y, de hecho, ejercitarse a morir con complacencia. ¿O es que esto no es una práctica de la muerte?

—Completamente.

—Así, pues, si en tal estado se encuentra, se va a lo que es semejante a ella, a lo invisible, divino, inmortal y sabio, adonde, una vez llegada, le será posible ser feliz, libre de extravío, insensatez, miedos, amores violentos y demás males humanos, como se dice de los iniciados, pasando verdaderamente el resto del tiempo en compañía de los dioses. ¿Debemos afirmarlo así, Cebes, o de otra manera?

—Pero en el caso, supongo yo, de que se libere del cuerpo manchada e impura, por tener con él continuo trato, cuidarle y amarle, hechizada por él y por las pasiones y placeres, hasta el punto de no considerar que exista otra verdad que lo corporal, que aquello que se puede tocar y ver, beber y comer, o servirse de ello para gozo de amor, en tanto que aquello que es oscuro, a los ojos e invisible pero inteligible y susceptible de aprehenderse con la filosofía, está acostumbrada a odiarlo, temerlo y rehuirlo; un alma que en tal estado se encuentre, ¿crees tú que se separa del cuerpo, sola y en sí misma y sin estar contaminada?

—En lo más mínimo —respondió.

—¿Sepárase entonces, supongo, dislocada por el elemento corporal, que el trato y la compañía del cuerpo hicieron connatural a ella, debido al continuo estar juntos y a la gran solicitud que por él tuvo?

—Exacto.

—Mas a éste, querido, preciso es considerarle pesado, agobiante, terrestre y visible. Al tenerlo, pues, un alma de esa índole es entorpecida y arrastrada de nuevo al lugar visible, por miedo de lo invisible y del Hades, según se dice, y da vueltas alrededor de monumentos fúnebres y sepulturas, en torno de los que se han visto algunos sombríos fantasmas de almas; imágenes ésas, que es lógico que produzcan tales almas, que no se han liberado con pureza, sino que participan de lo visible, por lo cual se ven.

—Es verosímil, Sócrates.

—Es verosímil, ciertamente, Cebes. Y asimismo lo es que no sean esas almas las de los buenos, sino las de los malos, que son obligadas a errar en torno de tales lugares en castigo de su anterior modo de vivir, que fue malo. Y andan errantes hasta el momento en que, por el deseo que siente su acompañante, el elemento corporal, son atadas a un cuerpo. Y, como es natural, los cuerpos a que son atadas tienen las mismas costumbres que ellas habían tenido en su vida.

—¿Qué clase de costumbres son ésas que dices, Sócrates?

—Digo, por ejemplo, que los que se han entregado a la glotonería, al desenfreno, y han tenido desmedida afición a la bebida sin moderarse, es natural que entren en el linaje de los asnos y de los animales de la misma calaña. ¿No lo crees así?

—Es completamente lógico lo que dices.

—Y los que han puesto por encima de todo las injusticias, las tiranías y las rapiñas, en el de los lobos, halcones y milanos. O ¿a qué otro lugar decimos que pueden ir a parar tales almas?

—No hay duda —contestó Cebes—, a tales cuerpos.

—¿Y no está claro —prosiguió— con respecto a las demás almas, a dónde irá a parar cada una, según las semejanzas de sus costumbres?

—Si lo está —respondió—, ¡cómo no va a estarlo!

—Ahora bien, ¿no es cierto —continuó Sócrates— que aún dentro de este grupo, los más felices y los que van a parar a mejor lugar son los que han practicado la virtud popular y cívica, que llaman moderación y justicia, que nace de la costumbre y la práctica sin el concurso de la filosofía y de la inteligencia?

—¿Por qué son éstos los más felices?

—Porque es natural que lleguen a un género de seres que sea tal como ellos son, sociable y civilizado, como puede serlo el de las abejas, avispas y hormigas, e incluso que retornen al mismo género humano, y de ellos nazcan hombres de bien.

—Es natural.

—Pero al linaje de los dioses, a ése es imposible arribar sin haber filosofado y partido en estado de completa pureza; que ahí sólo es licito que llegue el deseoso de saber. Por esa razón, oh amigos Simmias y Cebes, los que son filósofos en el recto sentido de la palabra se abstienen de los deseos corporales todos, mantiénense firmes, y no se entregan a ellos; ni el temor a la ruina de su patrimonio, ni a la pobreza les arredra, como al vulgo y a los amantes de la riqueza; ni temen tampoco la falta de consideración y de gloria que entraña la miseria, como los amantes de poder y de honores, por lo cual abstiénense de tales cosas.

—Efectivamente, Sócrates — dijo Cebes —, lo contrario no estaría en consonancia con ellos.

—Sin duda alguna, ¡por Zeus! —repuso éste—.

—Por eso las mandan a paseo en su totalidad quienes tienen algún cuidado de su alma y no viven para el cuerpo, ocupados en modelarle, y no siguen el mismo camino de aquéllos, en la idea de que no saben a donde van, sino que, pensando que no deben obrar en contra de la filosofía y de la liberación y purificación que ésta procura, se encaminan en pos de ella por el camino que les indica.

—¿Cómo, Sócrates?

—Yo te lo diré —respondió—. Conocen, en efecto, los deseosos de saber que, cuando la filosofía se hace cargo del alma, ésta se encuentra sencillamente atada y ligada al cuerpo, y obligada a considerar las realidades a través de él, como a través de una prisión, en vez de hacerlo ella por su cuenta y por medio de sí misma, en una palabra, revolcándose en la total ignorancia; y que la filosofía ve que lo terrible de esa prisión es que se opera por medio del deseo, de suerte que puede ser el mismo encadenado el mayor cooperador de su encadenamiento. Así, pues, como digo, los amantes de aprender saben que, al hacerse cargo la filosofía de nuestra alma en tal estado, le da consejos suavemente e intenta liberarla, mostrándole que está lleno de engaño el examen que se hace por medio de los ojos, y también el que se realiza valiéndose de los oídos y demás sentidos; que asimismo aconseja al alma retirarse de éstos y a no usar de ellos en lo que no sea de necesidad, invitándola a recogerse y a concentrarse en sí misma, sin confiar en nada más que en si sola, en lo que ella en si y de por sí capte con el pensamiento como realidad en sí y de por si; que, en cambio, lo que examina valiéndose de otros medios y que en cada caso se presente de diferente modo, la enseña no considerarlo verdadero en nada; y también que lo que es así es sensible y visible, mientras que lo que ella ve es inteligible e invisible. Así, pues, por creer el alma del verdadero filósofo que no se debe oponer a esta liberación, se aparta consecuentemente de los placeres y deseos, penas y temores en lo que puede, porque piensa que, una vez que se siente un intenso placer, temor, pena o deseo, no padece por ello uno de esos males tan grandes que pudieran pensarse, como,  por ejemplo, el ponerse enfermo o el hacer un derroche de dinero por culpa del deseo, sino que lo que sufre es el mayor y el supremo de los males, y encima sin que lo tome en cuenta.

—¿Cuál es ese mal, Sócrates? —preguntó Cebes.

—Que el alma de todo hombre, a la vez que siente un intenso placer o dolor en algo, es obligada también a considerar que aquello, con respecto a lo cual le ocurre esto en mayor grado, es lo más evidente y verdadero, sin que sea así. Y éste es el caso especialmente de las cosas visibles. ¿No es verdad?

—Por completo.

—¿Y no es cierto que en el momento de sentir tal afección es cuando el alma es encadenada más por el cuerpo?

—¿Cómo?

—Porque cada placer y dolor, como si tuviera un clavo, la clava al cuerpo, la sujeta como con un broche, la hace corpórea y la obliga a figurarse que es verdadero lo que afirma el cuerpo. Pues por tener las mismas opiniones que el cuerpo y deleitarse con los mismos objetos, por fuerza adquiere, según creo, las costumbres y el mismo régimen de vida que el cuerpo, y se hace de tal calaña que nunca puede llegar al Hades en estado de pureza, sino que parte allá contaminada siempre por el cuerpo, de tal manera que pronto cae de nuevo en otro cuerpo y en él echa raíces, como si hubiera sido sembrada, quedando, en consecuencia, privada de la existencia en común con lo divino, puro y que sólo tiene una única forma.

—Grandísima verdad es lo que dices, Sócrates —dijo Cebes.

—Por tanto, Cebes, ésa es la razón de que los que reciben con justicia el nombre de amantes del saber sean moderados y valientes, no la que aduce el vulgo. ¿O tu crees que es ésta?

—No, por cierto. Yo, no lo creo así.

—No, sin duda. Por el contrario, así sería como calculara el alma de un filósofo, y no creería que, si a la filosofía atañe el desatarla, a ella, en cambio, mientras aquélla la desata, le corresponde el entregarse a los placeres y penas, para atarse de nuevo y realizar un trabajo sin fin, como el de Penélope, manejando el telar en el sentido contrario. Antes bien, pone en calma las pasiones, sigue al razonamiento, y, sin separarse en ningún momento de él, contemplando lo verdadero, divino y que no es objeto de opinión, y alimentada por ello, cree que así debe vivir mientras viva, y que, una vez que su vida acabe, llegará a lo que es afín a sí misma y tal como ella es, liberándose de los males humanos. Y, como consecuencia de tal régimen de vida, no hay peligro de que sienta temor [puesto que hase ejercitado en ello], oh Simmias y Cebes, de quedar esparcida en el momento de separarse del cuerpo, o de ser disipada por el soplo de los vientos y de marcharse en un vuelo, sin existir ya en ninguna parte.

Después de decir esto Sócrates, prodújose silencio durante mucho rato, y tanto el mismo Sócrates, según se dejaba ver, como la mayor parte de nosotros estábamos absortos en el argumento expuesto. Por su parte, Cebes y Simmias conversaban entre ellos dos en voz baja. Al verles, Sócrates les preguntó:

—¿Qué? ¿Acaso os parece que lo dicho no ha quedado completo? Pues muchos puntos quedan aún que pueden dar pie a sospechas y reparos, si es que verdaderamente se ha de hacer una exposición, satisfactoria Si es otra cosa lo que consideráis, estoy hablando en vano; mas si es sobre algo de lo expuesto donde radica vuestra duda, no vaciléis, tomad vosotros la palabra y exponed la cuestión según os parezca que seria mejor dicha, tomándome a mí, a vuestra vez, como interlocutor, si creéis que con mi ayuda vais a tener más oportunidades de encontrar una solución.

Simmias, entonces, le respondió:

—Pues bien, Sócrates, te diré la verdad. Desde hace un rato estamos uno y otro en duda, y nos empujamos y nos animamos mutuamente a preguntarte, porque, si bien estamos deseosos de oírte, no nos atrevemos a importunarte, por temor a que nuestras preguntas te desagraden, dada la presente desdicha.

Al oírle, Sócrates sonrió levemente y respondió:

—¡Ay, Simmias! Difícilmente, no cabe duda, podré persuadir a los demás de que no tengo por desdicha la presente situación, cuando ni siquiera a vosotros os puedo persuadir de ello, y teméis que me encuentre ahora de peor humor que en el resto de mi vida. Es más; al parecer, en lo que respecta a dotes adivinatorias, soy, en vuestra opinión, inferior a los cisnes, que, una vez que danse cuenta de que tienen que morir, aun cuando antes también cantaban, cantan entonces más que nunca y del modo más bello, llenos de alegría porque van a reunirse con el dios del que son siervos. Mas los hombres, por su propio miedo a la muerte, calumnian incluso a los cisnes y dicen que, lamentando su muerte, entonan, movidos de dolor un canto de despedida, sin tener en cuenta que no hay ningún ave que cante cuando tiene hambre, frío o padece algún otro sufrimiento, ni el propio ruiseñor, ni la golondrina, ni la abubilla, que, según dicen, cantan deplorando su pena. Pero, a mi modo de ver, ni estas aves ni tampoco los cisnes cantan por dolor, sino que, según creo, como son de Apolo, son adivinos, y por prever los bienes del Hades cantan y se regocijan aquel día, como nunca lo hicieran hasta entonces. Y en lo que a mí respecta, me considero compañero de esclavitud de los cisnes y consagrado al mismo dios, y en no peores condiciones que ellos en lo tocante a la facultad de adivinar que otorga mi señor, ni tampoco en mayor abatimiento que ellos por abandonar la vida. Por esta razón, pues, debéis hablar y preguntarme lo que queráis, mientras lo permitan los Once de Atenas.

—Dices bien —repuso Simmias—. Así que te voy a decir mi duda, y éste, a su vez, te dirá en qué no admite lo expuesto. A mí me parece, oh Sócrates, sobre las cuestiones de esta índole tal vez lo mismo que a ti, que un conocimiento exacto de ellas es imposible o sumamente difícil de adquirir en esta vida, pero que el no examinar por todos los medios posibles lo que se dice sobre ellas, o el desistir de hacerlo, antes de haberse cansado de considerarlas bajo todos los puntos de vista, es propio de hombre muy cobarde. Porque lo que se debe conseguir con respecto a dichas cuestiones es una de estas cosas: aprender o descubrir por uno mismo qué es lo que hay de ellas, o bien, si esto es imposible, tomar al menos la tradición humana mejor y más difícil de rebatir y, embarcándose en ella, como en una balsa, arriesgarse a realizar la travesía de la vida, si es que no se puede hacer con mayor seguridad y menos peligro en navío más firme, como, por ejemplo, una revelación de la divinidad. Así, pues, yo, por mi parte, no tendré vergüenza de preguntarte, ya que tú nos invitas a ello, ni me echaré en cara después que ahora no te dije mi opinión. Porque a mí, oh Sócrates, tras haber considerado conmigo mismo y con éste lo expuesto, no me parece que haya quedado suficientemente demostrado.

—Tal vez, amigo dijo Sócrates—, lo que te parece sea verdad. Ea, pues, di en qué te parece que hay deficiencia.

—En esto, creo yo —repuso Simmias—: en el hecho de que sobre la armonía, la lira y las cuerdas se podría emplear el mismo argumento, a saber, que la armonía es algo indivisible, incorpóreo, completamente bello y divino que hay en la lira afinada, pero que la lira en sí y las cuerdas son cuerpos, cosas materiales, compuestas, terrestres y emparentadas con lo mortal.

—Así, pues, supongamos que, una vez que se rompe o se corta la lira y se arrancan sus cuerdas, alguien sostiene, empleando el mismo argumento que tú, que es necesario que exista todavía aquella armonía y que no se haya perdido. Porque sería de todo punto imposible que dijera que si bien la lira existe todavía, aun cuando hayan sido arrancadas sus cuerdas, y siguen también existiendo éstas que son mortales, en tanto que la armonía, en cambio, que tiene la misma naturaleza que lo divino e inmortal, y con ello está emparentada, perece antes que lo mortal. Antes bien, lo que aquél diría es que es necesario que la armonía exista aún en alguna parte, y que las maderas y cuerdas se pudren antes de que a aquélla le ocurra nada. Pues bien, Sócrates, creo que tú también has pensado que es precisamente así, sobre poco más o menos, como nosotros creemos que es el alma, es decir, que estando nuestro cuerpo, valga la palabra, tensado y sostenido por lo caliente y lo frío, lo seco y lo húmedo y algunos opuestos similares, nuestra alma es la mezcla y la armonía de éstos, una vez que se han mezclado bien y proporcionalmente entre sí. Así, pues, si resulta que el alma es una especie de armonía, está claro que, cuando nuestro cuerpo se relaja o se tensa en exceso por las enfermedades o demás males, se presenta al punto la necesidad de que el alma, a pesar de ser sumamente divina, se destruya como las demás armonías existentes en los sonidos y en las obras artísticas todas, en tanto que los restos de cada cuerpo perduran mucho tiempo, hasta que se les quema o se pudren. Mira, por consiguiente, qué vamos a responder a este argumento, en el caso de que alguien pretenda que el alma, por ser la mezcla de los elementos del cuerpo, es la primera que perece en lo que llamamos muerte.

Mirándole entonces Sócrates fijamente, como acostumbraba las más de las veces, le dijo sonriendo:

—Justo es, ciertamente, lo que dice Simmias. Así, pues, si alguno de vosotros se encuentra en mayor abundancia de recursos que yo, ¿por qué no le ha contestado ya? Pues no parece hombre que acometa a la ligera el argumento. No obstante, me parece que, antes de dar una respuesta, es preciso oír a Cebes qué es lo que a su vez censura al argumento, a fin de que, con tiempo por medio, deliberemos qué es lo que vamos a responder. Después, tras de haberles escuchado les daremos la razón, en el caso de que nos parezca que van acordes, y, si no, es el momento ya de defender el argumento. Ea, pues, Cebes —le animó—, di qué fue lo que a ti te perturbaba.

—Ahora lo diré —dijo Cebes—. Para mí es evidente que el razonamiento se encuentra aún en el mismo punto, y que es susceptible de la misma censura que le hacíamos anteriormente. El que nuestra alma existía, antes incluso de venir a parar a esta forma, es algo que no me vuelve atrás en afirmar que ha quedado demostrado de un modo que me place sumamente, y, si no es molesto el decirlo, convincente por completo. Pero el que, una vez muertos nosotros, sigue existiendo en alguna parte, ya no me lo parece así. Mas tampoco concedo a la objeción de Simmias que el alma es algo menos consistente y menos duradero que el cuerpo: en todos estos puntos me parece que el alma es muy superior al cuerpo. Entonces, ¿por qué —me diría el razonamiento— persistes en tus dudas, ya que ves que, muerto el hombre, lo que es más débil continúa existiendo? ¿No crees que es necesario que lo más duradero siga mientras tanto conservándose? Atiende ahora a esto, a ver si es razonable lo que digo, pues, al parecer, también yo, como Simmias, necesito un símil. En efecto, a mi me parece que la anterior afirmación se hace de un modo parecido a como pudiera hacer alguien, a propósito de un viejo tejedor que ha muerto, la de que el individuo en cuestión no ha perecido, sino que conserva la existencia en alguna parte; presentara como prueba el hecho de que el manto que le cubría y que él mismo tejió se conserva y no ha perecido; preguntara, si alguno no le creía:  "¿Cuál de estas dos cosas es más duradera, el género humano o el de los mantos que usa y lleva el hombre? y, al respondérsele que es mucho más duradero el género de los hombres, se figurara que había quedado demostrado que, con mucha mayor razón, el hombre conserva la existencia, puesto que lo menos duradero no ha perecido. Pero esto, oh Simmias, creo que no es así. Examina también tú lo que digo. Todo el mundo reconocería que dice una necedad el que tal cosa sostiene. En efecto, el tejedor de nuestro ejemplo, que ha gastado y ha tejido muchos mantos semejantes, perece después de aquéllos, que son muchos, pero antes del último, y no por esto hay mayor razón para pensar que el hombre es inferior y más débil que un manto. Esta misma comparación, a mi entender, podría admitirla el alma con relación al cuerpo, y para mí seria evidente que se diría lo adecuado, si tal cosa se dijera de ambos: que el alma es más duradera y el cuerpo más débil y menos duradero. Pero asimismo habría de afirmarse que, si bien cada una de las almas desgasta muchos cuerpos, especialmente cuando la vida dura muchos años —pues si el cuerpo fluye y se pierde, mientras el hombre está aún con vida, el alma, en cambio, constantemente vuelve a tejer lo deteriorado — no obstante, es necesario que, cuando el alma perezca se encuentre en posesión de su postrer tejido, y sea éste el único a quien preceda aquélla en su ruina. Y, aniquilada el alma, entonces mostrará ya el cuerpo su natural debilidad y, pudriéndose, desaparecerá pronto. De manera que aún no está justificado el confiar, por prestar fe a este argumento, en que, una vez que muramos, sigue existiendo nuestra alma en alguna parte.  Pues, aunque se concediera a quien lo emplea más aún de lo que tú dices, otorgándole no sólo el que nuestras almas existían antes incluso de que nosotros naciéramos, sino  también el que nada impide que, una vez que hayamos muerto,  las almas de algunos continúen existiendo en ese momento y más adelante, dando lugar a futuros nacimientos y nuevas muertes, pues es por naturaleza el alma algo tan consistente que puede resistir muchos nacimientos; ni aún haciéndole esta concesión, se le podría conceder que al alma no sufre en los múltiples nacimientos, y que, por último, no queda totalmente aniquilada en una cualquiera de esas muertes. Mas esa muerte  y esa separación del cuerpo que trae al alma la destrucción, habría que afirmar que nadie la conoce, pues es imposible para cualquiera de nosotros el darse cuenta de ello. Y si esto es así, nadie tiene derecho a mostrarse confiado ante la muerte sin que su confianza sea una insensatez, a no ser que pueda demostrar que el alma es algo completamente inmortal e indestructible. Pero si no puede, es necesario que el que está a punto de morir tema siempre respecto de su alma que, en el momento de su separación con el cuerpo, quede completamente destruida.

Después de oírles hablar, todos quedamos a disgusto, según nos confesamos más tarde mutuamente, porque parecía que, tras haber quedado nosotros sumamente convencidos por el razonamiento anterior, nos habían de nuevo puesto en confusión e infundido desconfianza, no sólo frente a los razonamientos hasta entonces dichos, sino también frente a los que iban a pronunciarse después, unida al recelo de que no fuéramos jueces de ninguna valía, o que la cuestión en sí se prestara a dudas.

EQUÉCRATES.—¡Por los dioses!, oh , que os disculpo. Pues también a mí al escucharte ahora se me ocurre decirme a mi mismo: ¿A qué argumento entonces daremos crédito? ¡Tan convincente que era el razonamiento que hizo Sócrates, y ahora se ha hundido en la incertidumbre! Pues me subyuga de manera extraordinaria, ahora y siempre, ese decir que nuestra alma es una especie de armonía y, al ser mencionado, me hizo recordar, por decirlo así, que éste había sido también mi parecer. Y de nuevo, como al principio, estoy sumamente necesitado de cualquier otro argumento que me convenza de que el alma del que fallece no fallece junto con él. Así pues, dime, ¡por Zeus!, ¿cómo abordó Sócrates el razonamiento? Mostróse también él, como dices que estabais vosotros, disgustado por algo, o acudió, por el contrario, con calma en ayuda de su argumento? ¿Fue eficaz la ayuda que le prestó o insuficiente? Explícanoslo todo en la forma más detallada que puedas.

FEDÓN.—En verdad, oh Equécrates, que, pese a haber admirado a Sócrates muchas veces, nunca le admiré más que en aquella ocasión que estuve a su lado. El que supiera encontrar una respuesta tal vez no tiene nada de extraño. Pero lo que más me maravilló de él fue, ante todo, con cuánto placer, benevolencia y deferencia acogió la argumentación de los jóvenes, luego, con cuánta penetración percibió el efecto que había producido en nosotros la argumentación de aquéllos. Y, por último, cuán bien supo curarnos. Estábamos en fuga y derrotados, por decirlo así, y él nos llamó de nuevo al combate, impulsándonos a seguirle y a considerar con él el razonamiento.

EQUÉCRATES.—¿Cómo?

FEDÓN.—Yo te lo diré. Me encontraba por casualidad a su derecha, sentado en un banquillo junto a la cama, y él estaba en un asiento mucho más elevado que yo. Acaricióme la cabeza y estrujándome los cabellos que me caían sobre el cuello — pues tenía la costumbre de jugar con mi melena, cuando la ocasión se presentaba — me dijo:

—Mañana tal vez, oh , te cortarás esta hermosa cabellera.

—Es natural, Sócrates —le respondí.

—No, si me haces caso.

—¿Qué quieres decir? —repuse.

—Que es hoy —replicó— cuando debemos cortarnos, tú esos cabellos y yo los míos, si el razonamiento se nos muere y no podemos hacerle revivir. Al menos yo, si fuera tal, y se me escapara el argumento, me obligaría por juramento, como los argivos, a no llevar el pelo largo, antes de vencer, volviendo a la carga, la argumentación de Simmias y de Cebes.

—Pero — le objeté yo — contra dos, se dice, ni siquiera Heracles puede.

—Pues llámame a mí en ayuda, a tu Yolao, mientras haya todavía luz.

—Esta bien. Te llamo en ayuda, pero no como Heracles, sino como Yolao a Heracles.

—Lo mismo dará —replicó—. Pero cuidemos primero de que no nos ocurra un percance.

—¿Cuál? —le pregunté.

—El de convertirnos —dijo— en misólogos, de la misma manera que los que se hacen misántropos; porque no hay peor percance que le pueda a uno suceder que el de tomar odio a los razonamientos. Y la misología se produce de la misma manera que la misantropía. En efecto, la misantropía se insinúa en nosotros como consecuencia de tener sin conocimiento excesiva confianza en alguien, y considerar a dicho individuo completamente franco, sano y digno de fe, descubriendo poco después que era malvado, desleal y, en una palabra, otro. Y cuando esto le ocurre a uno muchas veces, y especialmente ante los que se había podido considerar como los más íntimos y más amigos, por tropezarse con frecuencia, termina uno por odiar a todos y considerar que en nadie hay nada sano en absoluto. ¿No te has percatado de que esto se produce más o menos así?

—Por completo —le respondí.

—¿Y no es cierto —prosiguió— que esto está mal, y manifiesto que el que así obra intenta, sin tener conocimiento de las cosas humanas, tratar a los hombres? Pues si los hubiera tratado con conocimiento, hubiera considerado las cosas tal como son, que los buenos en exceso, o malos redomados son unos y otros escasos, mientras que los intermedios son muchísimos.

—¿Qué quieres decir? —le pregunté.

—El caso, por ejemplo — respondió — de las cosas sumamente pequeñas y grandes. ¿Crees que hay algo más raro de encontrar que un hombre, un perro, o cualquier otra cosa sumamente grande o pequeña? ¿Y no ocurre otro tanto con las rápidas o lentas, bellas y feas, negras o blancas? ¿No te has percatado de que entre todas las cosas de esta índole las que son los extremos de los opuestos son escasas y pocas, en tanto que las que están en un término medio son abundantes y muchas?

—Por completo —le respondí.

—¿No crees, entonces —prosiguió—, que si se propusiera un certamen de maldad, serían también muy pocos los que en él se revelaran los primeros?

—Al menos, es probable —respondí yo.

—Es probable, en efecto — dijo —. Mas no es en este punto donde radica la semejanza de los razonamientos con los hombres —pero como eras tú ahora quien iba delante, yo te seguí—, sino más bien en este otro; cuando sin el concurso del arte de los razonamientos se tiene fe en que un razonamiento es verdadero, y luego, acto seguido, se opina que es falso, siéndolo efectivamente algunas veces, pero otras no, y se sigue de nuevo opinando que es de una manera o de otra. Y son precisamente los que se dedican a razonar el pro y el contra de las cosas los que, según me consta, terminan por creer que han adquirido la suprema sabiduría y que son los únicos que han comprendido que, ni en las cosas hay nada de ellas que sea sano ni cierto, ni tampoco en los razonamientos, sino que la realidad en su totalidad va y viene de arriba para abajo, ni más ni menos que si estuviera en el Euripo, y no permanece quieta ni un momento en ningún punto.

—Gran verdad es ——dije yo— lo que dices.

—Así pues, oh — prosiguió —, sería un percance lamentable el que, siendo un razonamiento verdadero, cierto y posible de entender, por el hecho de tropezarse con otros que son así, pero que a las mismas personas unas veces les parecen verdaderos y otras no, no se atribuyera uno a sí mismo la culpa o a su propia incompetencia, y por despecho terminara por desprenderse alegremente la culpa de sí mismo y colgársela a los razonamientos, pasando desde entonces el resto de la vida odiándolos y vituperándoles, y quedando así privado del verdadero conocimiento de las realidades.

—Sí, por Zeus —le dije—, sería un percance lamentable, sin duda.

—Por consiguiente —continuó—, ante todo precavámonos de él, y no dejemos entrar en nuestra alma la idea de que hay peligro de que no haya nada sano en los razonamientos, sino que, muy al contrario, debemos inculcarle la de que somos nosotros los que aún no estamos en estado sano, y que debemos virilmente aspirar a estarlo: tú y los demás, en razón de toda la vida que os queda, y yo en razón de la muerte misma, pues tal vez esté en un tris en el momento presente de no encontrarme en el estado de un verdadero amante de la sabiduría sino en el de un amante del triunfo, como los que carecen totalmente de instrucción. Pues a tales hombres, cuando discuten de algo, no les interesa cómo es en realidad aquello de lo que tratan; en cambio en conseguir que los presentes aprueben las tesis que sostienen, en eso sí que ponen su mayor celo. En cuanto a mí, estimo que en el momento presente me voy a diferenciar de ellos tan sólo en esto: no es en conseguir que los presentes opinen que es verdad lo que yo digo, a no ser como un efecto accesorio, en lo que pondré mi empeño, sino en que me parezca a mí mismo lo más posible que así es en realidad. Pues calculo, oh querido amigo — y mira cuán interesadamente —, que si resulta verdad lo que digo está bien el dejarse convencer, y, si después de la muerte no hay nada, al menos el momento justo de antes de morir molestaré menos con mis lamentos a los que me rodean, y esta insensatez mía no perdurará tampoco — lo que sería una desgracia — sino que perecerá poco después. Ahora, oh Simmias y Cebes, una vez preparado de esta manera, abordo el asunto. Vosotros, por vuestra parte, si me hacéis caso, habéis de preocuparos de Sócrates poco, de la verdad mucho más; si os parece que digo la verdad, reconocedlo; si no, oponeos con toda clase de argumentos, procurando que mi celo no nos engañe ni a mí ni a vosotros, y me marche como una abeja habiéndoos dejado el aguijón metido dentro.

—Ea, pues, en marcha —prosiguió—. Pero, ante todo, recordádme lo que decíais, si veis que no me acuerdo. Simmias, por un lado, según creo, tiene sus dudas y el temor de que el alma, a pesar de ser algo más divino y más bello que el cuerpo, perezca antes que éste, por ser una especie de armonía. Por otra parte, Cebes pareció que me hacía esta concesión, a saber: que el alma es algo más duradero que el cuerpo, pero que hay algo que es incierto para todo el mundo. Helo aquí: tal vez el alma, tras haber desgastado muchos cuerpos y muchas veces, al abandonar el último cuerpo, quede entonces destruida, y precisamente en esto estribe la muerte, en la destrucción del alma, ya que el cuerpo, está pereciendo incesantemente. ¿Es esto, oh Simmias y Cebes, u otra cuestión lo que tenemos que considerar?

Ambos reconocieron que era lo dicho.

—En ese caso, admitís en su totalidad los argumentos anteriores, o unos sí y otros no?

—Unos sí, pero otros no —dijeron.

—¿Qué decís, entonces, de aquel razonamiento en el que afirmábamos que el aprender era un recuerdo, y que, al ser eso así, era necesario que nuestra alma existiera en otro lugar antes de ser encadenada al cuerpo?

—Yo, por mi parte —respondió Cebes—, si entonces me dejó convencido de una forma maravillosa, ahora también sigo aferrado a él como a ningún otro argumento.

—Y, por cierto — dijo Cebes —, también yo me encuentro en ese caso, y mucho me asombraría que cambiara alguna vez de opinión sobre ese asunto.

—Pues por necesidad, oh huésped tebano — repuso entonces Sócrates — tienes que cambiar de opinión, si es que persiste la creencia de que la armonía es algo compuesto, y el alma una armonía constituida por los elementos que hay en tensión en el cuerpo. Pues, sin duda, no te consentirás a ti mismo decir que la armonía estaba constituida antes de que existieran los elementos con los que tenía que componerse. ¿Lo consentirás acaso?

—De ningún modo, Sócrates —respondió.

—¿Te das cuenta, entonces — continuó Sócrates —, de que es el sostener esto la consecuencia a que llegas, cuando afirmas, por una parte, que el alma existía, antes incluso de venir a parar a la figura y cuerpo del hombre, y, por otra, que estaba constituida de elementos aún no existentes? Pues efectivamente, la armonía no es cosa de la misma índole que aquello con lo que la comparas, sino que lo que primero nace es la lira, las cuerdas y los sonidos, sin estar aún armonizados, y lo que se constituye en último término y primero perece es la armonía. Así que ¿cómo va a estar acorde este tu aserto con aquél otro?

—No podrá estarlo en modo alguno — respondió Simmias —.

—Y eso que —dijo Sócrates—, si a algún aserto le conviene estar acorde, es precisamente al que trata de la armonía.

—En efecto, le conviene —dijo Simmias.

—Pero este tuyo no lo está. Ea, pues, mira cuál de estos dos asertos escoges, que el aprender es un recuerdo o que el alma es una armonía.

—Con mucho, el primero, Sócrates. Pues el último se me ha ocurrido sin demostración, con la ayuda de cierta verosimilitud especiosa, que es también la que suscita esta opinión en la mayoría de los hombres. Pero yo estoy consciente de que los argumentos que realizan las demostraciones, valiéndose de verosimilitudes, son impostores, y, si no se mantiene uno en guardia ante ellos, engañan con suma facilidad, no sólo en geometría, sino también en todo lo demás. En cambio, el argumento referente al recuerdo y al aprender se ha desarrollado sobre un principio digno de aceptarse. Pues lo que se vino a decir fue que nuestra alma existía antes incluso de venir a parar al cuerpo, de la misma manera que existe su realidad que tiene por nombre el de lo que es. Este es el principio que yo, estoy convencido, he aceptado plenamente y con razón. Necesariamente, pues, como es natural, por esta causa no debo admitir, ni a mí ni a nadie, el decir que el alma es una armonía.

—¿Y qué opinas, Simmias, de esta otra cuestión? —dijo Sócrates—. ¿Te parece que a la armonía o a cualquier otra composición le corresponde tener otra modalidad de ser que aquella que tengan los componentes con los que se constituye?

—En absoluto.

—¿Ni tampoco, a lo que se me alcanza, el hacer o padecer algo que no se ajuste a lo que aquéllos hagan o padezcan?

—Simmias le dio su asentimiento.

—Luego a la armonía no le corresponde el guiar a los elementos con los que haya sido compuesta, sino el seguirlos.

—Simmias compartió esta opinión.

—Luego muy lejos está la armonía de moverse o de sonar en sentido contrario a sus propias partes, o de oponerse a ellas en cualquier otra cosa.

—Muy lejos, en efecto —respondió.

—¿Y qué? ¿No es por naturaleza la armonía de tal suerte que cada armonía es tal y como es armonizada?

—No comprendo —dijo Simmias.

—¿Es que —continuó Sócrates en el caso de que sea armonizada más y en mayor extensión — en el supuesto de que esto sea posible — no habría armonía en mayor intensidad y extensión, y si lo fuera menos y en menor extensión no sería ya armonía menor en intensidad y extensión?

—Exacto.

—¿Ocurre, acaso, eso con respecto al alma, de tal manera que un alma sea más que otra, aun en la más mínima proporción, bien en extensión e intensidad, o en pequeñez e inferioridad, eso mismo: alma?

—En modo alguno —respondió.

—Adelante, pues, ¡por Zeus! ——siguió Sócrates——.¿Se dice de unas almas que tienen sensatez y virtud y que son buenas, y de otras, en cambio, que son insensatas y malvadas? ¿Se dice también esto de acuerdo con la verdad?

—De acuerdo con la verdad, sin duda.

—En tal caso, ¿qué diría que son esas cosas que hay en las almas, la virtud, la maldad, uno cualquiera de los que opinan que el alma es una armonía? Acaso que son a su vez otra especie de armonía e inarmonía? ¿Que una de ellas, la buena, está armonizada y tiene en sí, siendo armonía, otra armonía, y que la otra no está de por sí armonizada y no tiene en sí misma otra armonía?

—Yo, por mi parte —respondió Simmias—, no sé responder. Pero está claro que sería algo por el estilo lo que diría quien sustentara la anterior opinión.

—Sin embargo, —repuso Sócrates—, se ha convenido anteriormente que un alma no es ni más ni menos alma que otra. Y el contenido de este asentimiento es que tampoco una armonía es ni mayor, ni inferior, ni menor que otra. ¿No es verdad?

—Enteramente.

—¿Y que la armonía, que no es ni mayor ni menor, tampoco está más o menos armonizada? ¿Es así?

—Por completo.

—¿Y es posible que la armonía que no está armonizada ni más ni menos participe en mayor o menor grado de la armonía, o tiene que participar en igual medida?

—En igual medida.

—Luego un alma, puesto que no es en mayor ni en menor grado que otra eso mismo, alma, ¿tampoco está más o menos armonizada?

—Así es.

—Y al ocurrirle esto, ¿tampoco participará más de inarmonía ni de armonía?

—No, sin duda alguna.

—Y al ocurrirle a su vez esto, ¿acaso podría tener un alma mayor participación que otra en maldad o en virtud, una vez admitido que la maldad es inarmonía y la virtud armonía?

—No podrá tenerla mayor.

—O, mejor dicho aún, según el razonamiento correcto: ningún alma participará en la maldad, puesto que es armonía. Pues, sin duda alguna, la armonía, al ser completamente eso mismo, armonía, nunca tendrá participación en la inarmonía.

—Nunca, es cierto.

—Y tampoco, es evidente, la tendrá el alma en la maldad, puesto que es completamente alma.

—En efecto, ¿cómo podría tenerla, al menos según lo dicho anteriormente?

—Luego, de acuerdo con este razonamiento, todas las almas de todos los seres vivos serán buenas por igual, ya que por naturaleza las almas son por igual eso mismo, almas.

—Al menos, a mí me lo parece, Sócrates —dijo Simmias.

—¿Y te parece también —replico— que está bien dicho en esa forma nuestro argumento? ¿No te parece que le ocurriría esto, si fuera exacta la hipótesis de que el alma es una armonía?

—De ningún modo está bien dicho —respondió.

—¿Y qué? —prosiguió Sócrates—. Entre todas las cosas que hay en el hombre, ¿es posible que digas que sea otra que el alma la que mande, sobre todo si es sensata?

—Yo, al menos, no lo digo.

—¿Cede, acaso, a las afecciones del cuerpo, o se opone a ellas? Y quiero decir lo siguiente: por ejemplo, el que cuando se tiene calor y sed nos arrastre hacia lo contrario, a no beber, y cuando se tiene hambre a no comer, y otros mil casos similares, en los que vemos al alma oponerse a los apetitos del cuerpo ¿No es verdad?

—Completamente.

—Pero, ¿no hemos convenido, por el contrario, en nuestros argumentos anteriores, que nunca, al menos en el caso de que sea armonía, cantaría en sentido contrario a las tensiones, relajamientos, vibraciones, y cualquier otra afección que experimentaran los elementos con los que estaba constituida, sino que los seguía y nunca podía guiarlos?

—Lo convenimos —respondió, ¡Cómo no!

—¿Entonces, qué? ¿No se nos muestra ahora realizando todo lo contrario? Guía a todos esos elementos con los que se dice que está compuesta; poco le falta para oponerse a todos durante toda la vida; es dueña y señora en todos sus modales: reprime unas cosas, las que entran en el campo de la gimnástica y de la medicina, con excesivo rigor y por medio de sufrimientos; otras, en cambio, con más blandura, en parte con amenazas, en parte con consejos; en fin, conversa con los deseos, las cóleras y los temores, como si ella fuera diferente y se tratara de otros seres. Más o menos tal y como lo describe Homero en la Odisea, donde dice de Ulises:

Y golpeándose el pecho reprendió a su corazón con estas palabras:Aguanta, corazón, que cosa aún más perra antaño soportaste

¿Crees, acaso, que el poeta compuso estos versos con la idea de que el alma es armonía y susceptible de ser conducida por las afecciones del cuerpo, y no en la de que es capaz de guiarlas y domeñarlas como cosa que es excesivamente divina para ser comparada con una simple armonía?

—¡Por Zeus!, Sócrates, así me parece.

—Luego, entonces, oh excelente amigo, en modo alguno nos está bien decir que el alma es una especie de armonía. Pues, en tal caso, al parecer, no estaríamos de acuerdo ni con Homero, ese poeta divino, ni con nosotros mismos.

—Así es —respondió.

—¡Sea pues! —dijo Sócrates—. Lo que respecta a Armonía la Tebana, según parece, nos ha salido propicio de un modo adecuado. Pero ahora —agregó— ¿qué vamos a hacer, Cebes, con Cadmo? ¿Cómo nos le haremos propicio, y con qué razonamiento?

—Tú me parece que lo encontrarás —respondió Cebes—. Al menos, este razonamiento que has hecho contra la armonía me resultó extraordinariamente imprevisto. En efecto, al exponer Simmias su dificultad, chocábame en extremo que alguien pudiera manejarse con su argumento. Así, pues, me pareció sumamente extraño que no pudiera aguantar, acto seguido, el primer ataque del tuyo. Por ello no me sorprendería que le ocurriera lo mismo al razonamiento de Cadmo.

—Oh buen hombre —repuso Sócrates—. No hagas excesivas presunciones, no sea que algún mal de ojo nos ponga en fuga al razonamiento que está a punto de aparecer. Pero de esto se cuidará la divinidad. Nosotros, por nuestra parte, llegando al cuerpo a cuerpo como los héroes de Homero, probemos si dices algo de peso. Lo que buscas es, en resumen, lo siguiente: pretendes que se demuestre que nuestra alma es indestructible e inmortal, sin lo cual, el filósofo que está a punto de morir, al mostrarse confiado y al creer que una vez muerto encontrará en el otro mundo una felicidad mucho mayor que si hubiera llevado hasta el fin de sus días otra vida distinta, es de temer que tenga una confianza insensata y necia. Mas el demostrar que el alma es algo consistente y divino y que existía ya, antes de que nosotros nos convirtiéramos en hombres, no impide en nada, según afirmas, que no sea inmortalidad lo que todas esas notas indican, sino el hecho de que el alma es algo muy duradero y existió anteriormente un tiempo incalculable, teniendo conocimiento y realizando un montón de diversas acciones. Pero no por ello el alma es inmortal, sino que el hecho en sí de venir a parar a un cuerpo humano supone para ella el principio de su ruina, a la manera de una enfermedad. Y de este modo vive en medio de penalidades esta vida y, cuando llega a su término, queda destruida en lo que se llama muerte. Y nada importa, dices, el que vaya una sola vez o muchas a un cuerpo, al menos en lo que respecta al temor de cada uno de nosotros; pues temer es lo que cuadra, si no se es insensato, a quien no sepa o no dar razón de que es algo inmortal. Tales son, más o menos, según creo, las razones que dices. Y adrede vuelvo sobre ellas muchas veces, para que no se nos escape nada, y para que añadas o quites lo que quieras.

—Por el momento — dijo Cebes — no necesito quitar ni añadir nada. Eso es justamente lo que digo.

Sócrates, entonces, tras de haberse callado durante un largo rato y considerar algo consigo mismo, dijo: No es cosa baladí, Cebes, lo que buscas. En efecto, es preciso tratar a fondo de una forma total la causa de la generación y de la destrucción. Con que, si quieres, te voy a contar mis propias experiencias sobre el asunto. Luego, si te parece de utilidad algo de lo que te digo, lo utilizarás para hacer convincente lo que tu dices.

—Desde luego que quiero —repuso Cebes.

—Escúchame, pues, como a quien se dispone a hacer un discurso. Yo, Cebes, cuando era joven — comenzó Sócrates —, deseé extraordinariamente ese saber que llaman investigación de la naturaleza. Parecíame espléndido, en efecto, conocer las causas de cada cosa, el porqué se produce, el porqué se destruye, y el porqué es cada cosa. Y muchas veces daba vueltas a mi cabeza considerando en primer lugar cuestiones de esta índole: ¿acaso es cuando lo caliente y lo frío alcanzan una especie de putrefacción, como afirman algunos, el momento en que se forman los seres vivos?; o bien: ¿es la sangre aquello con que pensamos, o es el aire o el fuego? ¿O no es ninguna de estas cosas, sino el cerebro, que es quien procura las sensaciones del oído, la vista y el olfato, y de éstas se originan la memoria y la opinión, y de la memoria y la opinión, cuando alcanzan la estabilidad, nace, siguiendo este proceso, el conocimiento? Luego consideraba yo, a su vez, las destrucciones de estas cosas, los cambios del cielo y de la tierra, y acabé por juzgarme tan exento de dotes para esta investigación como más no podía darse. Y la prueba que te daré te bastará: en lo que anteriormente sabía con certeza, al menos según mi opinión y la de los demás, quedé entonces tan sumamente cegado por esa investigación, que olvidé incluso eso que antes creía saber, entre otras muchas cosas, por ejemplo, el porqué crece el hombre. Hasta entonces, efectivamente, creía que para todo el mundo estaba claro que era por el comer y el beber; pues una vez que por los alimentos se añadían carnes a las carnes y huesos a los huesos, y de esta manera y en la misma proporción se añadía a las restantes partes del cuerpo lo que le es propio a cada una, lo que tenía poco volumen adquiría después mucho, y de esta forma se hacía grande el hombre que era pequeño. Así creía yo entonces. ¿No te parece que con razón?

— A mí, sí —dijo Cebes.

—Considera esto todavía. Creía que mi opinión era acertada cuando un hombre grande, al ponerse al lado de uno pequeño, se me mostraba mayor justamente en la cabeza, y lo mismo un caballo respecto de otro caballo. Y casos aún más claros que éstos: diez me parecían más que ocho porque a éstos se añadían dos, y dos más que uno, porque sobrepasaban a éste en la mitad.

—Y ahora —preguntó Cebes— ¿qué opinas sobre ello?

Partes: 1, 2, 3
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